La proposición de ley presentada
por el Grupo Popular en el Congreso de los Diputados para que el Tribunal
Constitucional pueda ejecutar sus propias resoluciones, es decir, para que se
convierta en el defensor real de la Constitución, nos permite extraer dos
conclusiones que están vinculadas.
La primera es que el Gobierno ha
entendido que el problema catalán es un asunto de política partisana.
La segunda, que en la polémica
sobre la justicia constitucional el Ejecutivo ha elegido las tesis de Hans
Kelsen en lugar de las de Carl Schmitt, con efectos prácticos de enorme relevancia.
Analicemos por qué el Ejecutivo,
parafraseando a Woody Allen, al fin se ha decidido a introducir una idea en esta coyuntura.
La legitimación procesal que se
va a otorgar a los recurrentes para que soliciten al Alto Tribunal que
restituya el derecho subjetivo vulnerado y suspenda de sus funciones al
responsable del daño, supone una medida que se dirige a la raíz del problema: neutralizar a cada uno de los partisanos incrustados en las instituciones.
El partisanismo es una política ordenada por la Generalidad, pero que basa su triunfo en la presión
diaria a los neutrales, a los indiferentes. Es un conflicto total y constante
para lo que necesita un sinúmero de quintacolumnistas.
Mas no sería nadie sin los imprescindibles profesores
que obliguen a los niños a hablar catalán en el recreo, sin los funcionarios que abran
los colegios para celebrar elecciones nulas o que coloquen banderas ilegales en
los balcones de los Ayuntamientos.
Que el Tribunal Constitucional
pueda ejecutar no sólo sus sentencias, sino cualquier resolución que emane del
mismo; y que lo haga sin aplicar la fuerza ni el derecho penal como primer recurso, sino la
suspensión en el cargo de los culpables y multas coercitivas de hasta 30.000
euros (incluso para un burócrata no mileurista la broma le saldrá cara), supone una medida
antipartisanos irreprochable, pues actúa sobre la responsabilidad personal de cada empleado público (la fiel infantería), al tiempo que respeta la regularidad del Estado de Derecho
al ser susceptible de aplicarse a todos los españoles.
Al centrarse en la exigencia individual del cumplimento de los deberes constitucionales por parte de cualquier funcionario, es lógico que la proposición de
ley otorgue los poderes necesarios al Tribunal Constitucional para que sea éste el órgano encargado del control jurídico-político de todos los actos, no sólo de las leyes, de las Comunidades Autónomas, lo que nos da pie para entrar en un segundo tema no baladí, esto es, que haya sido Kelsen,
y no Carl Schmitt, el inspirador de la reforma, con las consecuencias políticas
que ahora veremos.
A principios de los años 30, y con motivo de la inestabilidad de la federalista República de Weimar, los dos genios del derecho público mantuvieron un debate que como vemos aún pervive.
A grandes rasgos, Carl Schmitt
defendía que fuese el Presidente de la República el defensor de la Constitución,
en tanto figura separada de los partidos y máximo representante tanto de la
soberanía popular como de los organismos del Estado.
Por contra, Kelsen entendía que
el único defensor de la Constitución debería ser un órgano "ad hoc",
que si no llega a ser un órgano jurisdiccional, sí actúa con métodos y
criterios jurisdiccionales, el Tribunal Constitucional, tal y como se recogía
en la Constitución Austriaca de 1920.
Pues bien, esa misma polémica es
la que surge casi un siglo después en España, aun no habiendo un sistema presidencialista, entre los partidarios de que el
Gobierno utilice el artículo 155 de la Constitución contra la Generalidad de
Cataluña (schmittianos aun sin saberlo), y los que creen que debe ser el Tribunal
Constitucional quien dirima el conflicto y sus efectos colaterales (kelsenianos).
En todo esto hay dos curiosísimas
paradojas.
Quien escribe, alumno aplicado de Schmitt
sin estricta observancia, en este caso está con Kelsen.
Por contra, afamados liberales que
echan pestes del Gobierno por su presunta cobardía al negarse a aplicar el
famoso artículo 155, se echarán las manos a la cabeza al saber que Schmitt es
su compañero de viaje.
La otra paradoja es que el mejor
teórico del partisanismo no previno cuál era la manera óptima de desactivarlo, pues las razones
por las que comparto las tesis de Kelsen, es decir, las del Gobierno, son claras:
el citado artículo de la Constitución es completamente inútil para contrarrestar la política de Mas.
En el mismo se afirma que el
Gobierno podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a las Comunidades
Autónomas al cumplimiento forzoso de las obligaciones o las leyes ignoradas,
pudiendo dar instrucciones a todas las autoridades del ente autónomo.
Bien, ¿alguien cree que el partisano
Consejero de Educación catalán va a obedecer al Gobierno de Madrid?, ¿por qué
iba a hacerlo cuando el Gobierno ponga en marcha el artículo 155 si no lo ha
hecho cuando el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad ha declarado
nulas leyes de inmersión lingüística que restringen los derechos de los
castellano hablantes?, ¿pondrá el Ejecutivo mossos o policías nacionales en cada colegio?
Sin embargo, impugnar la política partisana por el método de exigir la responsabilidad personal
del funcionario ordenante de cualquier actuación ilegal, supone combatir el partisanismo
en su terreno, es decir, en el día a día de cada acto de desobediencia.
Si la Constitución, entre otras cosas, es un
ordenamiento que garantiza derechos individuales que son violados en masa por autoridades, esos hechos deben verificarse, a instancia
de los denunciantes legitimados, por un órgano que analice cada caso concreto a la luz de la normativa constitucional, y que haga
responsable a los eventuales autores del daño.
Si un proceso garantista culmina con la suspensión del cargo público y/o la imposición de una multa disuasoria, el partisano habrá dejado de serlo.
De todas las dudas que les haya podido provocar el artículo sólo quiero referirme a una pregunta que seguro se harán: "¿no están ya los tribunales ordinarios para castigar el incumplimiento de la ley?", "¿para qué tenemos al Tribunal Supremo?".
Por un elemental principio de eficacia, sobre todo en un Estado más que federal como el español, el defensor de la Constitución tiene que constituir una instancia especializada y única, que dirima conflictos entre órganos del Estado y que, al mismo tiempo, garantice que los derechos individuales de los ciudadanos no se vean lesionados por aquéllos conflictos.
Lamentablemente, ni el Tribunal Constitucional hasta la reciente reforma de la que hablo, ni el Tribunal Supremo, ni el Gobierno a través del artículo 155 de la Constitución, disponen de instrumentos jurídico-políticos que protejan de forma solvente los derechos fundamentales de los ciudadanos frente al partisanismo político.
Por ello, sí, estoy a favor de la proposición de ley antipartisana del Grupo Popular que convierte al Tribunal Constitucional, más allá de oportunismos, riesgos y deficiencias, en el defensor de la Constitución.
twitter: @elunicparaiso