Dejábamos en el último artículo a apócrifas ONG
escudriñando cómo imputar a Cameron por crímenes de lesa humanidad a raíz de su
combate contra el decapitador Estado Islámico.
Y
es que la política se ha convertido en una actividad profesional harto peligrosa
a fuer de intentar que la violencia desaparezca de la faz de la Tierra. Curiosa
paradoja.
Desde
la popularización mediática del delito de lesa humanidad, el político sólo
tiene dos alternativas: o se convierte en bambi o se hace yihadista.
En
realidad, tiene otra, más lírica que real: transformarse en mago para conseguir
que las balas o bombas que dispare contra el enemigo esquiven a la población
civil dejándola indemne, al tiempo que hacen blanco en el cien por cien de los
objetivos militares.
Mientras
no se alcance esa mágica precisión, la posmoderna espada de Damocles para
políticos, esto es, el delito de lesa humanidad, pone a cualquier dirigente ante una decisión del tipo “lo tomas o lo
dejas”: no utilizar la fuerza para no ser acusado de crímenes contra la
humanidad o utilizar la violencia con todas sus consecuencias pasando a ser
considerado autor de abominables crímenes contra la humanidad.
Si
opta por la primera opción, su pueblo será pasto de alguno de los “Estados
Islámicos” que en el mundo hay. Si elige la segunda, terminará convirtiéndose
por la lógica de las cosas en un tirano para garantizar que nadie ose
procesarle a causa de semejante delito mientras viva.
Pasemos
de las opiniones a los hechos fijándonos en dos casos del pasado siglo que
ilustran las consecuencias políticas de la doctrina ético-jurídica llamada "delito
de lesa humanidad".
El
golpista chileno Augusto Pinochet terminó su gobierno tras la derrota en un
plebiscito que convocó en 1988. Es decir, el golpista abandonó el poder de
forma democrática, aunque se mantuvo
como jefe del Ejército hasta marzo de 1998.
Pues
bien, Pinochet estuvo detenido en Londres desde octubre de 1998 hasta marzo de
2000 a la espera de ser extraditado a España, en aplicación del principio de “justicia
universal” que trata de evitar la impunidad de los denominados delitos contra
la humanidad. Finalmente no se concedió la extradición.
Si
hubiera sido extraditado su destino no habría sido muy distinto al del antiguo
dictador panameño Manuel Antonio Noriega, que después de entregarse al ejército
de EE.UU. el 3 de enero de 1990, estuvo encarcelado en aquél país hasta que el
27 de abril de 2010 fue extraditado a Francia, siendo devuelto a otra cárcel en
Panamá el 11 de diciembre de 2011. A sus casi 81 años sigue en prisión
esperando nuevos juicios.
De
estos dos sucesos los políticos susceptibles de ser acusados de crímenes contra
la humanidad (en realidad, todos) dedujeron el siguiente principio: jamás se
debe abandonar el poder, pues la muerte es preferible a la pérdida del poder. O
mejor dicho: perder el poder significa morir.
Véanse
ya en el s. XXI, esto es, después de Pinochet y de Noriega, los casos de Sadam
Hussein en Irak o de Bashar al-Asad en Siria.
El
primero, después de abandonar Kuwait y perder la guerra con EE.UU. a principios
de los noventa, siguió en el poder hasta que en 2003 los aliados volvieron a
invadir Irak como consecuencia de los atentados del 11-S. Después de ser detenido y
sometido a juicio durante dos años, fue ahorcado la víspera de Nochevieja de
2006, por supuesto, por ser responsable de crímenes contra la humanidad.
En
cuanto al tirano Bashar al-Asad, actual Presidente de Siria, a día de hoy sigue
perpetrando crímenes contra la humanidad porque sabe que si deja el poder el
destino le tiene preparada una despedida al modo Sadam Hussein.
Por
tanto, la historia más reciente coincide con la tesis del presente artículo: el
delito de lesa humanidad ha provocado que los políticos que en algún momento
utilizaron la violencia por el motivo que fuere, terminen sus días convertidos en
asesinos de masas aferrados al poder para evitar ser juzgados como autores de delitos
contra la humanidad.
La
historia también nos demuestra que la eliminación del referido delito y el
ofrecimiento de una salida al tirano ahorra crímenes contra la humanidad.
Ben-Ali,
el Presidente tunecino hasta enero de 2011, abandonó el país rumbo a Arabia Saudí a resultas de un levantamiento
popular.
Gracias
a la monarquía de la península arábiga, los tunecinos no sufrieron crímenes contra la humanidad por parte de Ben
Alí, pues éste no necesitó cometerlos para seguir viviendo.
De
hecho, nunca fue juzgado por ése delito, aunque enfermo en Arabia Saudí y con
75 años, fue condenado en rebeldía en 2012 por un tribunal militar de su país a
20 años de prisión.
Si
no hubiera habido un refugio para el dictador tunecino en Arabia Saudí, es algo
más que probable que Ben Alí siguiera hoy en el poder cometiendo crímenes
contra la humanidad como única forma de sobrevivir.
El
delito de lesa humanidad, el principio de jurisdicción universal, dificultan en
grado sumo la paz, incluso el armisticio, pues prolonga la guerra, la
encarniza, dado que al criminalizar el uso de la fuerza por los políticos convierte
el derecho penal en la continuación de la guerra por otros medios.
En
este contexto a los políticos no les queda otra defensa que seguir combatiendo
para continuar en el poder como única forma de evitar que se les aplique el dizque
derecho penal internacional, esto es, la venganza.
El
objetivo de la creación del delito de lesa humanidad era que los políticos no
usaran la fuerza ante el temor de ser castigados penalmente.
Sin
embargo, ¡oh, paradoja!, lo que ha conseguido es atemorizar todavía más a los
políticos que ya lo estaban (bambis), mientras ve la luz una nueva generación
política destinada a gobernar precisamente porque no tienen miedo de utilizar
la violencia: la de los dirigentes que se ríen del delito de lesa humanidad.
Los
bárbaros asesinos están de enhorabuena: el futuro (y el presente) de la
política está en sus manos.
Pero
no debemos temer, dirán los defensores de la venganza política.
Al
final, cuando los autores de crímenes contra la humanidad hayan matado hasta la
extenuación para evitar que les apliquen el referido delito, haremos justicia y
caerá sobre ellos la espada de Damocles, la aplicación de la pena por haber
cometido el delito de lesa humanidad, o sea, la muerte.
El
problema consiste en que a los muertos que se pudieron haber evitado de no
existir semejante delito nadie les podrá preguntar si consideran justo que
ellos fueran el precio que hubo que pagar para que los moralistas y los justicieros duerman en
paz.
twitter: @elunicparaiso
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