El escritor político italiano Carlo Gambescia es autor de un
libro aún no traducido al español, "Passeggiare
tra le rovine. Sociologia della decadenza", Edizione il Foglio,
2016", que constituye un
tratado sociológico sobre una materia cara para la historia de las ideas: la decadencia.
Aunque el texto también puede ser interpretado como un manual
sobre el concepto de progreso en la generación "millennial". Veamos
por qué.
Gambescia reflexiona sobre la idea de decadencia desde el
análisis del hecho irrebatible, incontestable de la caída de las
civilizaciones.
Por tanto, parte de la verdad (posible, parcial) en las
ciencias sociales, esto es, la metapolítica, arte de descubrir las
regularidades que ni la política puede modificar.
Así, en la metapolítica cabe el concepto de "egoísmos
concurrentes" (Maquiavelo); la presencia en todo sistema político del jefe
que decide (la soberanía de Bodino); la raíz de la representación política
basada en el intercambio entre protección y obediencia (Hobbes); la
inevitabilidad de una "clase política" (Mosca, Pareto y Michels)...,
pero también el binomio progreso-decadencia (Sorokin). Ver
Gambescia, "Metapolitica", Edizioni il Foglio, 2009.
Ahora bien, si la decadencia no necesita demostrar que es una
constante de lo político por cuanto la caducidad de las cosas humanas
caracteriza a todas las épocas, ¿por qué está mal vista?
Un ejemplo de la mala prensa del término decadencia es su
sustitución por el término "crisis", que denota la idea de fracaso
momentáneo previo a una inmediata superación.
Gambescia demuestra que en la Modernidad el desprestigio de
la decadencia era una consecuencia del rechazo de la Historia en aras de la
idea de Progreso.
Aunque la decadencia es la versión sociológica del dolor, la
metáfora política del ciclo vital: nacer, desarrollarse, envejecer y morir;
para un progre aquélla idea es susceptible de encerrar connotaciones "fascistas"
en tanto pone en cuestión la posibilidad real de un desarrollo sostenible ilimitado.
No obstante, el concepto de decadencia es impugnado hoy desde
un punto de vista distinto al de los revolucionarios.
El grupo hegemónico o dominante no reconoce el concepto de
decadencia porque hacerlo les obligaría a asumir que "el rey está
desnudo" y sin nada con lo que adornarse.
Por eso el paradigma en vigor es la idea del presente donde
no tiene cabida la decadencia, ni por tanto ha lugar al progreso. Es la Posmodernidad.
La indiferencia o la asimilación de cualquier contrario. Lo malo también es bueno
y lo feo, por supuesto es "chic".
La decadencia en la época donde sólo hay presente sería un
producto literario, una ficción, una metanarración.
La idea de decadencia hemos visto que lleva implícita la de
superación. Pero ya somos insuperables.
Frente a la decadencia y el pesimismo cultural se alza la
alegre impotencia.
Los conceptos de decadencia y progreso se han bloqueado
mutuamente (no podemos ir hacia atrás, pero tampoco es necesario ir hacia
delante) y sólo queda sitio para el presente.
El fin de la historia del celebérrimo Fukuyama sería el
epítome de la posmodernidad política: el Presentismo.
La Modernidad afrontó la decadencia como etapa inexorable
hacia un mundo mejor.
En la Posmodernidad que vivimos no hay decadencia porque el
horizonte del hombre es un presente perpetuo.
El elemento definitorio de ambos periodos históricos respecto
a la antigüedad sería que el fin está en el infinito, que el fin puede
retrasarse infinitas veces, ora por el progreso ora por la congelación del
presente.
Ahora bien, en la luminosa Modernidad el anhelo de un futuro
mejor no podía evitar una mota negra. La reivindicación del mañana no permite
alejar de una vez por todas el rastro del final, pues a la vuelta de la esquina
del futuro siempre nos encontramos con la muerte.
Por eso sólo se puede eliminar de raíz la muerte periclitando
la idea de futuro. Ahí encontramos la clave de bóveda de la Posmodernidad: el
"no future" de los Sex Pistols.
El concepto de decadencia será descartado como factor
explicativo de lo que ocurra en el s. XXI porque el fin ya no es una posibilidad
real. Todo es un eterno presente.
Las
consecuencias políticas del triunfo del presente frente a la decadencia y el
progreso son monumentales: en sistemas políticos con competencia electoral el
político que gana es el que ofrece ampliar el menú a coste cero para el
consumidor que le vote, aunque el restaurante amenace ruina.
Es
lo que la teoría de juegos denomina "el juego del gallina".*
Así,
la esfera política se convierte en el Consejo de Administración de un aparato
productivo y de distribución que se pretende inagotable, un artilugio que
siempre proveerá, aunque sólo Google y sus hermanas tecnológicas sepan cómo y
por cuánto tiempo.
Bajo
este espíritu de la época ni decadente ni progresista, sino dominada por el
eterno presente, la demagogia del "give me two, now", no es una
elección sino la condición del éxito político.
¿Qué
puede hacer cualquier Gobierno ante el callejón sin salida que le ofrece un
tiempo sin futuro, un presente continuo, es decir, un constante "juego del
gallina"?
¿Disputar
la partida siendo cada vez más irresponsable o perderla de antemano diciendo,
por ejemplo, que las pensiones contributivas no se pueden sostener?
Sin
idea de decadencia no hay idea de responsabilidad, y sin ésta la política se
convierte en la organización del espejismo más grande que el mundo jamás vio.
En
realidad el "juego del gallina" se adapta como anillo al dedo a la
generación "millennials" porque aquél no deja de ser un milenarismo,
pues sólo caben dos alternativas: el paraíso ahora o la muerte, y si tiene que
ser ésta, ¿a quién le importa lo que ocurra cuando todos estemos muertos?
Carlo Gambescia con su libro sobre la decadencia ha escrito el epitafio del progreso y la epifanía del presente a lomos del "juego del gallina".
Ha dado en el blanco: una flecha, tres dianas.
* Juego del gallina: Comprenderán
al instante a lo que me refiero si recuerdan a James Dean en “Rebelde sin
causa” celebrar con otro joven una carrera de coches en dirección al vacío de
un acantilado. El motivo de la disputa era acreditar quién era el más valiente,
y el ganador resultaba ser quien frenaba más tarde, el último que se arrojaba
del coche justo al límite del precipicio. El que tomaba antes la prudente
decisión de parar era el perdedor, "el gallina”.
twitter: @elunicparaiso