viernes, 2 de febrero de 2018

El fin está en el infinito


El escritor político italiano Carlo Gambescia es autor de un libro aún no traducido al español, "Passeggiare tra le rovine. Sociologia della decadenza", Edizione il Foglio, 2016", que constituye un tratado sociológico sobre una materia cara para la historia de las ideas: la decadencia. 

Aunque el texto también puede ser interpretado como un manual sobre el concepto de progreso en la generación "millennial". Veamos por qué. 

Gambescia reflexiona sobre la idea de decadencia desde el análisis del hecho irrebatible, incontestable de la caída de las civilizaciones.  

Por tanto, parte de la verdad (posible, parcial) en las ciencias sociales, esto es, la metapolítica, arte de descubrir las regularidades que ni la política puede modificar.

Así, en la metapolítica cabe el concepto de "egoísmos concurrentes" (Maquiavelo); la presencia en todo sistema político del jefe que decide (la soberanía de Bodino); la raíz de la representación política basada en el intercambio entre protección y obediencia (Hobbes); la inevitabilidad de una "clase política" (Mosca, Pareto y Michels)..., pero también el binomio progreso-decadencia (Sorokin). Ver Gambescia, "Metapolitica", Edizioni il Foglio, 2009.

Ahora bien, si la decadencia no necesita demostrar que es una constante de lo político por cuanto la caducidad de las cosas humanas caracteriza a todas las épocas, ¿por qué está mal vista?

Un ejemplo de la mala prensa del término decadencia es su sustitución por el término "crisis", que denota la idea de fracaso momentáneo previo a una inmediata superación. 
Gambescia demuestra que en la Modernidad el desprestigio de la decadencia era una consecuencia del rechazo de la Historia en aras de la idea de Progreso.

Aunque la decadencia es la versión sociológica del dolor, la metáfora política del ciclo vital: nacer, desarrollarse, envejecer y morir; para un progre aquélla idea es susceptible de encerrar connotaciones "fascistas" en tanto pone en cuestión la posibilidad real de un desarrollo sostenible ilimitado.

No obstante, el concepto de decadencia es impugnado hoy desde un punto de vista distinto al de los revolucionarios.  

El grupo hegemónico o dominante no reconoce el concepto de decadencia porque hacerlo les obligaría a asumir que "el rey está desnudo" y sin nada con lo que adornarse. 

Por eso el paradigma en vigor es la idea del presente donde no tiene cabida la decadencia, ni por tanto ha lugar al progreso. Es la Posmodernidad. La indiferencia o la asimilación de cualquier contrario. Lo malo también es bueno y lo feo, por supuesto es "chic".

La decadencia en la época donde sólo hay presente sería un producto literario, una ficción, una metanarración.  

La idea de decadencia hemos visto que lleva implícita la de superación. Pero ya somos insuperables.

Frente a la decadencia y el pesimismo cultural se alza la alegre impotencia.

Los conceptos de decadencia y progreso se han bloqueado mutuamente (no podemos ir hacia atrás, pero tampoco es necesario ir hacia delante) y sólo queda sitio para el presente.  

El fin de la historia del celebérrimo Fukuyama sería el epítome de la posmodernidad política: el Presentismo.

La Modernidad afrontó la decadencia como etapa inexorable hacia un mundo mejor.  
En la Posmodernidad que vivimos no hay decadencia porque el horizonte del hombre es un presente perpetuo.

El elemento definitorio de ambos periodos históricos respecto a la antigüedad sería que el fin está en el infinito, que el fin puede retrasarse infinitas veces, ora por el progreso ora por la congelación del presente.

Ahora bien, en la luminosa Modernidad el anhelo de un futuro mejor no podía evitar una mota negra. La reivindicación del mañana no permite alejar de una vez por todas el rastro del final, pues a la vuelta de la esquina del futuro siempre nos encontramos con la muerte.

Por eso sólo se puede eliminar de raíz la muerte periclitando la idea de futuro. Ahí encontramos la clave de bóveda de la Posmodernidad: el "no future" de los Sex Pistols.
El concepto de decadencia será descartado como factor explicativo de lo que ocurra en el s. XXI porque el fin ya no es una posibilidad real. Todo es un eterno presente.

Las consecuencias políticas del triunfo del presente frente a la decadencia y el progreso son monumentales: en sistemas políticos con competencia electoral el político que gana es el que ofrece ampliar el menú a coste cero para el consumidor que le vote, aunque el restaurante amenace ruina.

Es lo que la teoría de juegos denomina "el juego del gallina".*

Así, la esfera política se convierte en el Consejo de Administración de un aparato productivo y de distribución que se pretende inagotable, un artilugio que siempre proveerá, aunque sólo Google y sus hermanas tecnológicas sepan cómo y por cuánto tiempo.

Bajo este espíritu de la época ni decadente ni progresista, sino dominada por el eterno presente, la demagogia del "give me two, now", no es una elección sino la condición del éxito político.

¿Qué puede hacer cualquier Gobierno ante el callejón sin salida que le ofrece un tiempo sin futuro, un presente continuo, es decir, un constante "juego del gallina"?
¿Disputar la partida siendo cada vez más irresponsable o perderla de antemano diciendo, por ejemplo, que las pensiones contributivas no se pueden sostener?

Sin idea de decadencia no hay idea de responsabilidad, y sin ésta la política se convierte en la organización del espejismo más grande que el mundo jamás vio.

En realidad el "juego del gallina" se adapta como anillo al dedo a la generación "millennials" porque aquél no deja de ser un milenarismo, pues sólo caben dos alternativas: el paraíso ahora o la muerte, y si tiene que ser ésta, ¿a quién le importa lo que ocurra cuando todos estemos muertos? 

Carlo Gambescia con su libro sobre la decadencia ha escrito el epitafio del progreso y la epifanía del presente a lomos del "juego del gallina". 

Ha dado en el blanco: una flecha, tres dianas.      


* Juego del gallina: Comprenderán al instante a lo que me refiero si recuerdan a James Dean en “Rebelde sin causa” celebrar con otro joven una carrera de coches en dirección al vacío de un acantilado. El motivo de la disputa era acreditar quién era el más valiente, y el ganador resultaba ser quien frenaba más tarde, el último que se arrojaba del coche justo al límite del precipicio. El que tomaba antes la prudente decisión de parar era el perdedor, "el gallina”.


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