No
creo errar si digo que algo denominado telebasura tiene que ser malo en
sí mismo.
El
desprecio intelectual a semejante costumbre aparentemente moderna se fundamenta
en que exalta alguno de los instintos más bajos de la naturaleza humana.
Y
sin embargo, cuál es la causa que lo alimenta.
Sin
duda, la prohibición del chantaje.
Antes
de apedrearme, oídme.
Si
merezco la lapidación así me tendréis más cerca.
Ahora
bien, la prohibición de estos tratos privados provoca la publicidad, a título
gratuito, de la información que se pretendía ocultar.
La
ilegalidad del chantaje se basa en un prejuicio moral que busca un objetivo absurdo: acabar con el chisme sin liquidar a
los chismosos.
Pues
bien, impidiendo su mercantilización lo único que consigue es que se multiplique
el chisme sin ánimo de lucro, dado que las cotillas hablan o revientan.
Se
logra que el chantaje no sea un acto de comercio a cambio de provocar su
multidifusión.
Y
esa sobreabundancia de hechos o de mentiras sobre unos y otros es recogida por
los medios de comunicación para crear una empresa rentabilísima gracias a una
materia prima regalada.
Dado
que no me pagan nada por callarme le cuento lo que sé a todo el mundo. Así se
crea la industria del chisme.
La
prohibición de mercadear de forma privada con informaciones que conozcamos de nuestros semejantes se convierte en un
negocio masivo de propagación de esas mismas confidencias.
Conclusión
primera: la penalización del chantaje es el alma de la telebasura.
Conclusión
segunda: ilegalizar el chisme genera una presunción de verdad sobre lo que
cuenta el chismoso.
Ya
sé que es absurdo, pero qué le voy a hacer.
El
razonamiento en que se apoya la presunción es bienintencionado, pero también ridículo en una
realidad que escamotea el sentido común.
El
hombre de buena fe pensará que dado que nadie se atrevería a expresar una
patraña contra otro conociendo que ello puede suponerle una importante
multa e incluso la cárcel, si alguien lo hace entiende que se debe a que lo
manifestado es verdad.
Este
argumento elemental choca con la evidencia de una sociedad donde los
procesos judiciales por presuntos delitos de injurias o calumnias reparan poco y tarde. En estas condiciones, ¿a quién
le importa el improbable daño futuro frente al beneficio inmediato de ver
convertida la maledicencia en fama contante y sonante? Carpe diem.
Esto
nos conduce al penúltimo giro del laberinto: dado que las murmuraciones sobre
la intimidad están prohibidas y su difusión genera la apariencia de verdad, si la teórica víctima no prueba judicialmente que la información divulgada es un bulo, la apariencia de verdad de la gallofa pasa a ser certeza absoluta.
La
ilegalidad del chisme exige un proceso judicial para ser destruido, pues en
caso contrario su aire de verosimilitud queda solemnizado por la ausencia
de condena en los Tribunales.
Pero
ya hemos visto lo que pasa con los procesos judiciales.
Y
mientras tanto, la máquina de la telebasura a pleno rendimiento entre difamación va y pleito viene.
¡Qué
locura, por Dios!
Pero
no se apuren. El viaje por la montaña rusa de las consecuencias del delito de
chantaje ha terminado.
Pensemos
un momento qué ocurriría si no existiese tal ilícito penal.
La
telebasura en su variante de altavoz de bochinches se reduciría a la mínima
expresión, pues los realmente graves o relevantes quedarían al abrigo de la
discreción nacida del acuerdo entre el
poseedor de la información y el interesado en su silencio.
La
privatización de todo aquello susceptible de transformarse en un escándalo
eliminaría la telebasura como espectáculo mediático creador de verdades en la
sociedad “retuiteada” (RT).
Sólo
se darían a la publicidad asuntos menores por los que casi nadie estaría dispuesto a pagar nada
para que se mantuvieran ocultos, los absolutamente insignificantes por no poder
causar daño a nadie
Por otro lado, la no ilegalidad del rumor, y hasta de la maledicencia, dejaría al autor del mismo huérfano del prestigio y la autoridad que la prohibición dispensa a todo el que se enfrente a ella.
El
chisme, olvidado por la ley, no rebasaría jamás su condición de
habladuría irrelevante propia de fracasados.
Nadie
otorgaría valor a algo que el más ruin de los que nos conocen podría cometer impunemente.
El
chismorreo dejaría de ser una industria productora de sentido y volvería a ser
lo que siempre fue antes de la sociedad RT: una asquerosa patraña.
Por tanto, los que se sintiesen ofendidos no tendrían la necesidad de acudir a los Tribunales para
demostrar la mentira del murmullo porque éste tendría presunción de falsedad.
Es
obvio que la no prohibición del chantaje no supone que se pueda conseguir información invadiendo el domicilio de nadie (no derramaré una lágrima por la desaparición de Papparazzo) ni tampoco que no haya asuntos escabrosos que saldrían a la luz pública ante la
imposibilidad de llegar a un acuerdo entre el emisor de la noticia y el
afectado, pero, ¿por qué primar el derecho a un siempre escurridizo honor (la
reputación la otorgan los otros con independencia de nuestro interés en conservarla) frente al derecho humano a expresar lo que uno piensa, sabe, siente o cree?. No olvidemos que el pensamiento y la opinión forman parte inseparable de cada persona,
por zafios que aquéllos sean.
¿O acaso ya no?
Has escrito uno de los capítulos que le faltan (le faltan varios) a La ética de la libertad de M. N. Rothbard.
ResponderEliminar