Uno de los principios jurídicos
esenciales para el bien común es el de “igualdad ante la ley”.
Su bien merecida fama se debe a que su estricta observancia asegura la
libertad.
La libertad de todos no es un problema de ausencia de limitaciones a la
voluntad individual, pues obedecer sólo a los dictados de cada uno es imposible
en sociedad al exigir ésta para su supervivencia unas normas de obligado
cumplimiento que impidan la guerra de todos contra todos.
No obstante, la obediencia a las leyes lo que provoca es la libertad del sujeto
pasivo: le libra de la opresión de los otros y le garantiza su independencia, pues
cumpliendo las leyes no tiene que obedecer a nadie más.
Por tanto, la mayor seguridad de que dispone el hombre contra el despotismo de
sus semejantes y contra la arbitrariedad de los poderes públicos es la ley que
le prescribe las reglas que debe respetar. Haciéndolo, su horizonte es la libertad.
De ahí el prestigio de la máxima jurídica “igualdad ante la ley”.
Dejando sentado lo anterior, el
hecho de que la aplicación de las leyes deba ser igual no nos ahorra el
problema de determinar el contenido de esas leyes.
Si siempre resulta difícil
encontrar qué leyes son las que preservan la libertad, no lo es en absoluto
comprobar que las leyes que pretenden “hacer justicia” destruyen ¡tanta libertad!.
Y la destruyen no sólo por el hecho de que pretenden beneficiar a uno a costa de otro, sino porque la razón de elegir al beneficiario se basa en
última instancia en el banal motivo de su proximidad al benefactor, pues
sólo se mejora al que tenemos delante, sólo se puede paliar el dolor de quien
oímos su queja.
¿Pero
acaso compensar al próximo es lo que exige el bien común?
¿Acaso mantener un centenar de puestos de trabajo subvencionados en una actividad industrial obsoleta no castiga el patrimonio de, al menos, otro ciento? ¿Si fuese justo el perjuicio de un ciento a costa de otro, cómo se mide, cómo se valora esa supuesta justicia?
¿Acaso mantener un centenar de puestos de trabajo subvencionados en una actividad industrial obsoleta no castiga el patrimonio de, al menos, otro ciento? ¿Si fuese justo el perjuicio de un ciento a costa de otro, cómo se mide, cómo se valora esa supuesta justicia?
Lo que convierte en inaceptable la promoción expresa de determinadas
personas y colectivos en detrimento de otros, es la evidencia de que la producción legislativa en
pos de una determinada idea de justicia no conoce ni puede conocer si sus frutos se cifrarán en oros o en bastos para el común y su libertad.
En
términos de la teoría de la acción racional diríamos que las leyes que se
reclaman “justas” porque compensan supuestas desigualdades son incapaces de
probar que cumplen el óptimo de Pareto, esto es, que mejoran al menos a una
persona, sin perjudicar al resto.
Y
ello se debe no tanto a la maldad intrínseca de la clase política que
administra el Estado, sino a la limitación racional de cualquier hombre o
conjunto de ellos, para manejar toda la información necesaria y calcular el
coste o beneficio neto de las leyes dizque “justas”.
Ante esta dificultad insuperable la sabiduría aconseja prudencia. Sin embargo, el tratamiento consiste en tirar por la calle de en medio, o sea, beneficiar al más cercano, al
más próximo al Poder por absurdos que resulten los elegidos.
Esta
sencilla argumentación echa por tierra las ínfulas justicieras de nuestro
Estado caníbal, pues cuanta más justicia pretende lograr más desafueros comete,
cuanta más libertad afirma conseguir más coacción necesita
aplicar.
Huelga decir que en este
contrabando de valores entre justicia "a medida" e igualdad ante la ley, donde ésta última cede ante las
exigencias de hacer "mi justicia" caiga quien caiga, la libertad termina apaleada, moribunda y sacrificada en
el altar presidido por la consigna “dar a cada uno lo que le corresponde”,
donde “lo que le corresponde” se sabe lo que es hoy pero no lo que será
mañana.
En suma, sometidos al Estado
caníbal disfrazado de forajido bienhechor, nadie quiere ser igual ante la ley,
pues nuestro único anhelo es ser merecedores de los privilegios de las “Leyes Robin Hood”.
Dado que no hay legislación que
nos defienda de la arbitrariedad del Poder, nos acercamos al Poder con la
esperanza de ser los beneficiarios de su arbitrariedad, hoy denominada con el
eufemismo "soberanía de la voluntad popular”.
¿Queda alguna posibilidad para
los hombres libres?
Sí, la defensa de la Ley
impersonal, dicen que injusta por naturaleza al aplicarse a todos por igual.
twitter @elunicparaiso
Completamente de acuerdo.
ResponderEliminarTienes una visión bastante cristiana de la libertad, entendida como la obligación de hacer el bien, rechazando hace el mal (que sería hacer un mal uso de la libertad).
Joer, ya sé que me repito pero, en vez de hacer leyes y leyes y leyes, lo que habría que hacer es educar, educar y educar.
Educar el pensamiento racional, el deductivo, el crítico, para comprender el "espíritu de la ley" y no la norma impuesta porque sí.
Una vez comprendida así la libertad, seríamos capaces voluntariamente de renunciar a ella para favorecer los intereses de otros o de utilizar en su beneficio.
No se si mesplico...
Saludos salvajes
Dº Jesús, creo que todo pensamiento, aun sin saberlo, es religioso.
ResponderEliminarUna secularización de la religión.
Quizás no podamos llegar a más.
En cuanto a la educación, no creo que la arbitrariedad se contrarreste sólo con educación.
Pero para empezar no estaría mal, sobre todo, una mejor educación.
Le mando un abrazo educadísimo.