domingo, 9 de diciembre de 2012

¡Cuánto nos gusta el Poder!




            Un gurú de la red me preguntó hace poco algo parecido a esto:

         ¿Por qué si hemos decretado la muerte de Dios y de las leyes morales universales nos dejamos gobernar por unas estructuras de poder que nunca en la historia han sido tan poderosas ni han estado tan sacralizadas?

           Le contesté que precisamente por ello, pero el temor a que la concisión me haga parecer maleducado en vez de preciso, y dado el interés de la pregunta, quiero ampliar mi respuesta resumiendo lo que los grandes “connaisseurs” de la naturaleza del Poder dejaron dicho hace tiempo y que pocos intentan recordar.

           El motivo del crecimiento consentido del Poder tiene su causa directa en la idea de que, desaparecida toda creencia trascendente, la política puede hacer realidad una supuesta voluntad general, que por ser voluntad del hombre y general, sólo puede ser buena, bella y verdadera para cada uno de nosotros.
                 A esta idea convertida en creencia en sentido orteguiano, nos aferramos como última posibilidad de salvación.

             Y es tanto la creencia como la intuición de que realmente puede ser la última, lo que convierte al Poder en un Dios humano al que todo se sacrifica porque de él se espera nada más y nada menos que la continuidad de una vida digna de tal nombre.  

           En estas condiciones la idea de oposición o resistencia al Poder es simplemente absurda, no tanto porque sea irresistible, que lo es, sino porque se constituye en la única fuente productora de sentido para inmensas mayorías.

          Pero hay algo más. Se trata de una creencia cuya realización queda al alcance de todos, de cualquiera.
           Hasta no hace tanto el Poder era una emanación divina que concernía de manera exclusiva a los monarcas, absolutamente intangible para el resto de los hombres. 
           Instalada la forma de Gobierno que dicen democrática no hace falta tener sangre azul para disfrutar del Poder.
           Ayer era suficiente ser Concejal de Urbanismo de alguno de los miles de municipios del país para merecer su gracia. Hoy ni siquiera: basta ser nombrado asesor, con catorce pagas, del venido a menos  Concejal de Ordenación del Territorio y Medio Ambiente (eufemismo que evita mentar la bicha del otrora Urbanismo rampante).
            Y es que cuando las uvas maduras del Poder se encuentran tan cerca de la mano, quién se va a preocupar por sus malas artes, por sus desmanes si al fin y a la postre en breve serán nuestros abusos, nuestros desfalcos. “Hoy por ti mañana por mí” es la consigna. Pásalo.

               Este aumento exponencial de las posibilidades de alcanzar el Poder entroniza la auténtica ideología “new age”: el oportunismo.
               Así hemos pasado de la “democracia popular” al Estado de Partidos.
           O lo que es igual, del socialismo a los infinitos Concejales.   

            Vivimos en el dogma de que existe (o debe existir) una voluntad general representada por el Estado benefactor como última creencia salvífica, que sin embargo sólo redime a los elegidos, y a sus clientelas, en cada ronda electoral. 
           Y eso es todo, pues no hay mucho más que explicar acerca de las causas del crecimiento consentido, incontrolado del Poder.
            Todo lo demás es contemplar la caída en el precipicio de los no ungidos por el nuevo Altísimo, donde curiosamente se nos quiere hacer creer que el Altísimo y los no ungidos por él coinciden, son los mismos: el cuerpo electoral concebido como cuerpo místico.

            No obstante, la mentira de la identidad queda descubierta por la evidencia del precipicio.

            El precipicio de trocar libertad por el anhelo de participar en el Poder.      
         Cuando no cabía ni siquiera soñar con intervenir en el Poder, la máxima ambición era proteger la libertad frente a los abusos del Poder.
        Hoy no, hoy nadie quiere libertad sino mangonear en algún cajón del Estado y vivir de lo que encuentre, hoy un expediente sin decidir, mañana un reglamento a medio terminar.  
             ¿Y al no haber voluntad de resistirlo para preservar la libertad, quién se opone a la desmesura del Poder? 

             El precipicio de la destrucción de la Ley y su sustitución por el Estado de Derecho.
            El imperio de la Ley garantizaba que ni el Poder podía modificarla. Por tanto aquélla era un escudo protector contra las arbitrariedades de éste.
            Pero con la legitimidad que le daba ser el custodio de la voluntad popular, el Poder dejó de respetar la Ley si consideraba que impedía el cumplimiento de su simpar función.
            El resultado es el Estado de Derecho, un océano de reglas, el lenguaje del Poder, aquí y en Cuba.

            Pero no quiero acabar pareciendo que lloriqueo nuestra mala suerte.
            Le debo al gran gurú, el profesor Jerónimo Molina, el haber tenido noticia del símil entre el agua y la democracia, creación del economista alemán Wilhelm Röpke.  
            Viene a decir uno de los secretos mejor guardados de la ciencia económico-social del s. XX, que de la misma forma que el agua para beberse tiene que ser impura, pues el agua destilada termina siendo un veneno para el hombre; la democracia necesita ciertas impurezas, pues el principio mayoritario a secas acaba siendo contraproducente.
            La impureza que necesita ser inoculada en la democracia para que ésta se convierta en potable es la aristocracia. La resultante sería un sistema de Gobierno mixto, enemigo declarado de la inconsistente soberanía de la voluntad general.  
            Hay esperanza.
            

 twitter: elunicparaiso
   
   

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